Confía en el Señor de todo corazón y no te apoyes en tu propia inteligencia. Reconócelo en todos tus caminos y él enderezará tus sendas. Proverbios 3:5-6
Las manos del Dr. Heitor eran legendarias en el Hospital Santa Lúcia. Firmes, precisas, casi artísticas. Como cirujano cardíaco, era el mejor, un maestro en una sinfonía de bisturís, monitores y corazones que necesitaban reparación. Su comprensión de la anatomía humana era profunda; su confianza en su propia habilidad, absoluta. Para Heitor, Dios era una hipótesis innecesaria, una variable que complicaba la elegante ecuación de la ciencia.
Confiaba en su propio entendimiento. Era su mantra. Era lo que lo guiaba a través de procedimientos de doce horas, lo que lo hacía tomar decisiones de vida o muerte en segundos. Y, hasta entonces, su entendimiento nunca lo había decepcionado.
El problema es que su entendimiento no se limitaba a la sala de operaciones. Lo aplicaba a todo. Analizaba las relaciones de su hija adolescente, Laura, con la misma lógica fría con la que diagnosticaba una arteria bloqueada. Planificaba el futuro de su familia con la misma precisión con la que suturaba una válvula. Reconocía su propio intelecto en todos sus caminos y creía firmemente que era él quien enderezaba sus veredas.
Su esposa, Elisa, una mujer de fe serena, era la única que se atrevía a desafiarlo.
“Heitor, hay cosas que tus manos no pueden reparar”, decía ella amablemente. Él respondía con una sonrisa condescendiente.
La prueba llegó en forma de un diagnóstico. No para un paciente, sino para Laura. Una condición rara, neurológica, que los mejores especialistas del país no lograban descifrar por completo. Los síntomas avanzaban, impredecibles y crueles.
Por primera vez en su vida, el Dr. Heitor estaba desarmado. Su vasto conocimiento médico era inútil. Leyó todos los artículos, consultó a todos sus colegas, pasó noches en vela estudiando imágenes de resonancia que parecían acertijos. Su propio entendimiento, su pilar, su dios, era un callejón sin salida.
Una tarde, encontró a Elisa en el pequeño jardín del hospital. Ella no estaba llorando. Tenía los ojos cerrados, los labios moviéndose en una oración silenciosa.
“¿Qué estás haciendo?”, preguntó él, la frustración desbordándose en su voz. “¿Crees que eso va a cambiar algo?”
Elisa abrió los ojos. No había en ellos acusación, solo una profunda compasión.
“Estoy haciendo lo único que me queda, Heitor. Estoy reconociendo que no tengo el control. Estoy confiando en Dios, en todos nuestros caminos. Incluso en este”.
“¡Confianza ciega!”, replicó él. “¡Yo necesito un plan, una solución!”
“Quizás el plan”, respondió ella, “sea admitir que no tenemos uno”.
Esa noche, Heitor estaba en su despacho, rodeado de libros y exámenes que solo ampliaban su sensación de impotencia. Miró la foto de Laura sobre la mesa, sonriendo, antes de que todo aquello comenzara. Y se quebró. El gran cirujano, el hombre que se apoyaba en su propia mente, se derrumbó en sollozos. Ya no tenía un camino que seguir. Estaba perdido en un bosque oscuro y denso.
Y en el fondo del pozo de su desesperación, recordó las palabras de Elisa. “Estoy confiando en Dios, en todos nuestros caminos”.
Sin saber exactamente por qué, se arrodilló. Arrodillarse era un acto que su cuerpo no conocía, una postura de rendición que su mente siempre había rechazado.
“Dios”, comenzó, la palabra extraña en su boca. “Si estás ahí… no sé qué hacer. Mi conocimiento se acabó. Mi fuerza se ha ido. Confié en mí mismo toda la vida y ahora… estoy perdido. Guíame. Por favor, guía mi camino, porque ya no puedo verlo”.
Una paz que no podía explicar, una paz que desafiaba la lógica de su situación, comenzó a asentarse en su corazón.
Al día siguiente, un colega de una ciudad pequeña, con quien Heitor apenas había hablado en un congreso años atrás, lo llamó.
“Heitor, sé que es un tiro al aire, pero leí un artículo sobre un grupo de investigación en Alemania que está estudiando casos similares al de tu hija. Pensé en avisarte”.
No era un milagro espectacular. Era una llamada telefónica. Una pista. Una senda iluminada que se abría en la oscuridad.
Heitor siguió la pista con una nueva postura. Ya no la del maestro que lo sabe todo, sino la del peregrino que aprende a confiar en su Guía. El viaje de Laura sería largo e incierto, pero algo fundamental había cambiado. El Dr. Heitor, el hombre que confiaba solo en su bisturí, finalmente estaba aprendiendo a confiar en la mano que guiaba la suya. Había dejado de apoyarse en su propio entendimiento y, por primera vez, sintió el suelo firme de un camino que estaba siendo enderezado para él.
(Hecho con IA)
Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria