miércoles, 8 de octubre de 2025

El Algoritmo del Alma

No seas sabio en tu propia opinión; más bien, teme al Señor y huye del mal. Esto infundirá salud a tu cuerpo y fortalecerá tus huesos. Proverbios 3:7-8

Tiago vivía en un mundo de datos, métricas y optimización. A sus veintiséis años, era el CEO de una exitosa startup que creaba aplicaciones de productividad. Su lema, estampado en camisetas y tazas en la oficina, era “Si no se puede medir, no se puede mejorar”. Él era, a sus propios ojos, la personificación de la sabiduría moderna.

Aplicaba esa lógica a todo. Su dieta estaba calculada para el máximo rendimiento. Su rutina de sueño era monitoreada por sensores. Sus relaciones eran evaluadas basándose en “intercambios de valor” y “sinergia de objetivos”. Incluso había creado un algoritmo personal para tomar decisiones, sopesando pros y contras con una precisión matemática. Para él, el mal no era una categoría moral; era simplemente “ineficiencia”. Y el temor a Dios era una variable irracional que había eliminado de su ecuación de vida hacía mucho tiempo.

Su cuerpo, sin embargo, comenzó a enviar señales de que algo estaba fundamentalmente mal. Sufría de migrañas crónicas, una tensión constante en los hombros y un insomnio que ninguna aplicación de meditación lograba curar. Sentía un cansancio profundo, una fatiga que no era física, sino que parecía venir de sus huesos.

Su médico, el Dr. Elias, un hombre mayor y perspicaz, fue directo después de una batería de exámenes.

“Tiago, tus análisis están perfectos. Físicamente, eres una máquina. Pero estás enfermo. Tu enfermedad se llama arrogancia”.

Tiago rio, incómodo.

“Eso no es un diagnóstico médico, doctor”.

“Quizás sea el más preciso que hayas recibido”, respondió el médico. “Tratas tu vida como un código que hay que depurar. Pero la vida no es un código. Y tu cuerpo está pagando el precio por el estrés de intentar controlarlo todo. Te consideras demasiado sabio, y esa soberbia te está consumiendo por dentro”.

Tiago descartó el consejo como un disparate. Pero la semilla de la duda fue plantada.

El punto de quiebre llegó a través de su abuelo, el señor Ramiro, un carpintero jubilado a quien Tiago visitaba por una mezcla de obligación y afecto. Un sábado por la tarde, encontró a su abuelo en el taller del fondo, lijando un trozo de madera con una paciencia infinita. El aire olía a cedro y a paz.

“Estoy agotado, abuelo”, se desahogó Tiago, algo que nunca admitiría ante su equipo. “Siento como si mis huesos estuvieran cansados”.

El señor Ramiro dejó de lijar. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y miró a su nieto.

“El cansancio de huesos es cansancio de alma, hijo mío. Ocurre cuando intentamos cargar el mundo sobre nuestros hombros. El mundo es demasiado pesado”.

“Pero tengo que cargarlo”, insistió Tiago. “Si no lo hago, todo se desmorona”.

“Ahí es donde te equivocas”, dijo el abuelo, con una sonrisa amable. “¿Sabes cuál es la madera más fuerte? No es la más rígida. Es la que sabe doblarse con el viento, la que respeta una fuerza mayor que la suya. Eres inteligente, Tiago. Pero no confundas inteligencia con sabiduría. Ser sabio a tus propios ojos es el árbol más fácil de quebrar”.

Tomó su vieja Biblia del banco de trabajo.

“Tu problema no es la falta de descanso. Es la falta de temor. No el miedo que paraliza, sino el respeto que nos pone en nuestro debido lugar. Cuando temes al Señor, entiendes que no necesitas tener todas las respuestas. Te apartas del mal de querer ser Dios en tu propia vida. ¿Y sabes qué pasa? Tu cuerpo se relaja. Tus huesos encuentran refrigerio”.

Las palabras de su abuelo, tan simples y analógicas, penetraron en la armadura de datos de Tiago de una forma que ningún diagnóstico médico logró. Miró sus propias manos, siempre tecleando, controlando, optimizando. Y miró las manos de su abuelo, curtidas, pero serenas.

Esa semana, Tiago hizo algo radicalmente ineficiente. Se tomó una tarde libre. No para una “recarga estratégica”, sino solo para caminar sin rumbo por un parque. Desactivó las notificaciones de su móvil. Se sentó en un banco y observó los árboles, los niños, las nubes.

Intentó orar. Fue torpe. No pidió nada. Solo reconoció, por primera vez, que no era el centro del universo. Que había una sabiduría mucho mayor que la suya, un Diseñador detrás de todo el sistema. Fue un acto de humildad, un “evitar el mal” de su propia arrogancia.

La migraña no desapareció de la noche a la mañana. Pero, al final de esa tarde, sintió algo que no sentía desde hacía años. Una ligereza en los hombros. Un silencio en su mente. Un refrigerio sutil, pero real, que parecía alcanzar sus huesos. Apenas estaba comenzando a aprender que la verdadera salud no provenía de un algoritmo, sino de una rendición.

(Hecho con IA)

Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria

https://books2read.com/u/bpPxxE

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