Honra al Señor con tus riquezas y con los primeros frutos de tus cosechas. Así tus graneros se llenarán a reventar y tus bodegas rebosarán de vino nuevo. Proverbios 3:9-10
Sérgio miraba la aplicación del banco y sentía el nudo familiar en el estómago. El sueldo acababa de llegar, pero la sensación no era de alivio, sino de ansiedad. Su mente ya estaba en modo de defensa, calculando cada céntimo, temiendo cada gasto inesperado. Para él, el dinero era sinónimo de seguridad, y la seguridad era algo que nunca tenía suficiente.
Él y su esposa, Beatriz, eran cristianos, pero sus visiones sobre las finanzas eran de planetas diferentes. Beatriz creía firmemente en el diezmo y en la ofrenda, en dar la “primera parte” con un corazón alegre. Para Sérgio, eso era matemáticamente ilógico.
“Bia, ¡no podemos!”, argumentó esa mañana, mostrando la pantalla del móvil. “Mira el alquiler, la cuota del coche, la escuela de los niños. Después de pagar todo, apenas sobra. Dar el diez por ciento de entrada es una irresponsabilidad. Es quitárselo a nuestra familia”.
“Pero la promesa, Sérgio…”, respondió ella con voz mansa. “Se trata de honrar a Dios primero. Es un acto de confianza, no de contabilidad”.
“La confianza no paga las facturas”, replicó él, cerrando la discusión.
Sérgio operaba con la lógica del miedo. Le daba a Dios las sobras, lo que quedaba después de que todas sus ansiedades fueran aplacadas. E, invariablemente, nunca sobraba nada. Su vida financiera era un granero perpetuamente casi vacío. Guardaba cada grano con desesperación y, por eso, nunca había abundancia, solo la constante sensación de escasez.
Ese mismo mes, la pequeña iglesia a la que asistían anunció un proyecto especial: reformar la casa de la señora Íris, una viuda anciana de la comunidad cuyo tejado se había derrumbado tras una fuerte lluvia. Beatriz llegó a casa con los ojos brillantes.
“Sérgio, sentí en el corazón que necesitamos ayudar. Pensé en donar ese dinero que estábamos guardando para cambiar el televisor”.
Sérgio sintió una oleada de pánico.
“¿El televisor? Bia, ¡llevamos seis meses ahorrando! ¡Es nuestro dinero, nuestro confort! Íris tiene hijos, está el ayuntamiento…”.
“No tiene a nadie, Sérgio. Y nosotros somos la iglesia”, dijo ella, la firmeza en su voz cortando el aire. “Honrar a Dios no es solo con el diezmo. Es con lo que tenemos. Con nuestros bienes”.
La discusión fue larga y dolorosa. Al final, agotado, Sérgio cedió, pero con el corazón apesadumbrado, sintiéndose un tonto. Veía el dinero salir de su cuenta no como una ofrenda, sino como una pérdida.
El fin de semana, a regañadientes, fue con Beatriz y otros miembros de la iglesia a ayudar en la obra. Mientras reparaba la fontanería, vio la alegría en el rostro de voluntarios que tenían mucho menos que él. Vio a Íris llorando de gratitud al recibir una cesta de alimentos. Y vio a su esposa, Beatriz, con el rostro sucio de polvo, riendo mientras pintaba una pared, más hermosa de lo que la había visto en años.
Algo dentro de él comenzó a cambiar. Esa alegría, esa comunidad, esa sensación de propósito… aquello era un tipo de riqueza que el extracto de su cuenta bancaria no mostraba.
El lunes, llegó al trabajo y su jefe lo llamó. “Sérgio, sé que las cosas están ajustadas para todos, pero la dirección ha aprobado un bono de rendimiento para tu equipo por el proyecto del último semestre. No es mucho, pero es un reconocimiento”.
El valor del bono era casi exactamente el mismo que él y Beatriz habían donado para la reforma.
Sérgio se quedó paralizado frente a su escritorio. El escéptico dentro de él gritaba “coincidencia”. Pero su corazón, por primera vez, susurraba “providencia”. No era un pago, sino un guiño de Dios. Una afirmación.
Esa noche, llegó a casa, abrió la aplicación del banco e hizo algo que nunca había hecho antes. Antes de pagar ninguna factura, transfirió el diezmo. Dio la primera parte.
No hubo un milagro financiero instantáneo. Pero el nudo en su estómago había desaparecido. Por primera vez, miró el saldo restante y no sintió miedo, sino paz.
En los meses siguientes, Sérgio y Beatriz continuaron practicando la generosidad. Y cosas diferentes comenzaron a suceder. Un ascenso inesperado para él. Un trabajo de medio tiempo que le cayó del cielo a ella. Gastos que parecían disminuir. El dinero, que antes era una fuente de estrés, parecía estirarse de formas que su lógica no podía explicar.
Sus graneros materiales nunca estuvieron abarrotados como los de un millonario. Pero su granero interior, el de su corazón, estaba colmado. Y su hogar, antes tenso por la ansiedad de la escasez, comenzó a rebosar. No de vino, sino de algo mucho más precioso: una alegría y una paz profundas, nacidas de la confianza de quien honra primero al Dueño de todo.
(Hecho con IA)
Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria


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