miércoles, 20 de agosto de 2025

El Excavador de Tesoros

Hijo mío, si haces tuyas mis palabras y atesoras mis mandamientos; si tu oído inclinas hacia la sabiduría y de corazón te entregas a la inteligencia … La discreción te cuidará; la inteligencia te protegerá. Proverbios 2:1-2, 11

La pantalla del portátil de Léo brillaba con las palabras que lo atormentaban: “La fe es el abandono de la razón. La religión es el opio del pueblo. Los milagros son la muleta de los ignorantes”. Eran fragmentos de un debate en línea que había visto, y cada argumento escéptico parecía un golpe más a la ya debilitada estructura de su fe.

Creció en la iglesia. Las historias bíblicas eran su canción de cuna. Pero ahora, en la facultad de ingeniería, rodeado de ecuaciones, pruebas empíricas y un cinismo intelectual contagioso, su fe infantil parecía ingenua, frágil. ¿Cómo podía creer en un Mar Rojo abriéndose cuando pasaba el día calculando la resistencia de los materiales?

Su crisis alcanzó su punto álgido cuando a su madre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa. Oró como nunca. Pidió, suplicó, ayunó. Y la condición de ella solo empeoró. El silencio de Dios era ensordecedor.

En una noche de frustración, abrió la Biblia que no había tocado en meses, casi como un desafío. Quería encontrar un fallo, una contradicción que le diera el permiso para rendirse de una vez por todas. Sus dedos hojearon las finas páginas y se detuvieron en Proverbios. Leyó: “Hijo mío, si haces tuyas mis palabras y atesoras mis mandamientos; si tu oído inclinas hacia la sabiduría y de corazón te entregas a la inteligencia; si la llamas y pides entendimiento; si la buscas como a la plata, como a un tesoro escondido, entonces comprenderás el temor del Señor y hallarás el conocimiento de Dios”.

La imagen lo tomó por sorpresa. Buscar como a la plata. Rebuscar como a un tesoro escondido. Él nunca había hecho eso. Su fe era un bien heredado, un mueble antiguo en la casa de su mente, que nunca se había molestado en pulir o examinar de cerca. La aceptaba pasivamente, y ahora la descartaba pasivamente.

Esa noche, Léo tomó una decisión. No iba a abandonar su fe. Iba a excavarla.

Compró cuadernos, bolígrafos de colores y se sumergió en las Escrituras con la misma metodología que usaba para estudiar cálculo. Comenzó a leer no solo versículos, sino capítulos y libros enteros, buscando contexto. Anotaba sus dudas, sus frustraciones, sus preguntas. Donde la Biblia parecía contradictoria, investigaba a fondo, leía comentarios de teólogos, estudiaba la historia y el lenguaje originales. Clamaba por entendimiento en sus oraciones, ya no pidiendo curas milagrosas, sino sabiduría.

“Señor, ayúdame a entender”, era su nueva plegaria.

Sus amigos de la facultad se burlaban.

“¿Perdiendo el tiempo con cuentos de hadas, Léo?”

Pero él no estaba perdiendo el tiempo. Estaba encontrando algo.

El tesoro que desenterró no era un cofre de respuestas fáciles. El tesoro era el propio carácter de Dios, que se revelaba entre líneas. Vio a un Dios que no era un mago cósmico, sino un Padre soberano que caminó con Job en el dolor, que usó la duda de Tomás para revelar Su gloria y que lloró en la tumba de Lázaro antes de resucitarlo.

Entendió que la fe no era el abandono de la razón, sino qué hacer cuando la razón alcanza su límite.

Cierta tarde, estaba en el hospital, leyendo el libro de los Salmos en voz alta para su madre. Ella dormía, el rostro sereno a pesar del dolor. La enfermedad no había retrocedido. Pero la paz que Léo sentía ya no dependía de eso. Mientras leía, se dio cuenta de que un médico joven lo observaba desde la puerta.

“Es difícil”, dijo el médico, con empatía. “Pasar por esto”.

“Sí, lo es”, respondió Léo. “Pero encontré un escudo”.

El médico frunció el ceño.

“¿Un escudo?”

“La certeza de que, aunque no entienda el ‘porqué’, conozco al ‘Quién’. Conocer a Dios, su carácter, su bondad… eso me guarda de caer en la desesperación. Me libra del camino del hombre malo, que, en este caso, sería la amargura”.

El médico, un hombre de ciencia, se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras.

“Me gustaría tener un escudo así”, confesó en voz baja.

Léo miró a su madre, luego al libro en su regazo. La búsqueda había valido la pena. No había encontrado oro ni plata, sino algo infinitamente más valioso. Había buscado entendimiento y encontró la prudencia. Había clamado por sabiduría y recibió el conocimiento de Dios. Y ese tesoro, ahora lo sabía, nadie podría robarlo. Era su escudo. Para siempre.

(Hecho con IA)

Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria

https://books2read.com/u/bpPxxE

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