Hijo mío, escucha las correcciones de tu padre y no abandones las enseñanzas de tu madre. Adornarán tu cabeza como una diadema; adornarán tu cuello como un collar. Proverbios 1:8-9
La noche antes de que Mariana se mudara a la capital del estado, su madre, Lucia, se sentó al borde de la cama, en medio de cajas de cartón y maletas abiertas. No traía un regalo caro, solo una pequeña y gastada caja de terciopelo. Dentro, un sencillo collar de perlas, el mismo que Lucía había usado en su propia boda.
“Esto no es una joya, hija”, dijo Lucía, con la voz entrecortada. “Es un recordatorio”.
Y entonces, como había hecho toda su vida, destiló su sabiduría en frases cortas, casi telegráficas.
“Sé la primera en sonreír. Un corazón agradecido no tiene espacio para la envidia. Y lo más importante: nunca te olvides de hablar con Dios, aunque solo sea para decir ‘gracias’”.
A su lado, su padre, Roberto, añadió con su voz grave y serena:
“Mariana, el mundo te ofrecerá muchos atajos. Recuerda que el camino correcto rara vez es el más fácil. El trabajo honesto y una conciencia limpia son la mejor almohada”.
Mariana abrazó a sus padres, sintiendo una mezcla de emoción y pavor. Amaba la sencillez de ellos, pero, en el fondo, sentía que sus consejos eran… insuficientes. Eran para un pueblo pequeño, para una vida que estaba dejando atrás. En la capital, en la agencia de publicidad donde sería becaria, la jerga era otra: networking, disrupción, KPIs, competencia feroz. Un “corazón agradecido” no pagaría su alquiler.
Las primeras semanas fueron un torbellino. Su apartamento era un cubículo con vistas a una pared de ladrillos. El trabajo era implacable. Su jefa, Verônica, una mujer elegante y cortante, parecía sentir un placer sádico en menospreciar el trabajo de los novatos.
“¿Esto es lo mejor que tienes?” decía, arrojando la presentación de Mariana de vuelta sobre la mesa. “Esto es de aficionado”.
Una noche, durante un happy hour, Mariana escuchó el consejo de sus colegas más experimentados.
“El secreto aquí es hacerte ver”, dijo uno de ellos. “No importa si la idea es tuya, lo que importa es quién la presenta en la reunión. Y, claro, tienes que saber el último chisme de todo el mundo. La información es poder”.
Esa era la “enseñanza” de su nuevo mundo. Mariana, sintiendo la presión por encajar, comenzó a participar. Se rio de un chiste sobre un colega que había sido despedido, guardó silencio cuando Verônica humilló a otra becaria, y empezó a ver a sus colegas no como personas, sino como peldaños u obstáculos. Los consejos de sus padres parecían un dialecto olvidado de una tierra lejana. El collar de perlas permanecía guardado en el fondo del cajón.
La oportunidad de usar el “atajo” llegó rápidamente. Mariana tuvo una idea brillante para la campaña de un nuevo cliente. Trabajó en ella durante el fin de semana. El lunes, antes de que pudiera presentarla, escuchó a su colega, Ricardo, explicando su idea a Verônica, con pequeñas alteraciones. La había visto en su ordenador.
Un veneno helado le subió por la espina dorsal. La primera reacción fue la rabia, el deseo de exponerlo, de entrar en el juego sucio. Luchar con las mismas armas. Pero, mientras su mente formulaba las palabras de acusación, la voz de su padre resonó en su memoria: “El trabajo honesto y una conciencia limpia son la mejor almohada”.
No dijo nada. Vio, con el corazón encogido, cómo Ricardo se llevaba el mérito. Esa noche no pudo dormir. La almohada parecía llena de piedras.
A la mañana siguiente, exhausta, se sentía derrotada. En el metro abarrotado, todos parecían grises, extenuados. Y entonces, recordó la voz de su madre: “Sé la primera en sonreír”. Era un pensamiento absurdo, ridículo. Pero, movida por un impulso que no comprendía, miró a una anciana apretada a su lado y sonrió. Una sonrisa pequeña, cansada. La señora, sorprendida, le devolvió la sonrisa, y por un instante, el vagón pareció menos opresivo.
Fue una pequeña rendija de luz. Al llegar a la oficina, en lugar de sentarse en su escritorio a rumiar la injusticia, fue a la cocina y preparó un café. Le llevó una taza a la joven becaria que había sido humillada el día anterior.
“Tu trabajo de ayer era bueno”, dijo Mariana, simplemente. La chica la miró con los ojos llenos de lágrimas y gratitud.
Mariana no lo sabía, pero Verônica, la jefa, observaba la escena desde la puerta de su despacho.
Ese día, Mariana no se centró en la traición de Ricardo. Se centró en hacer su trabajo con la excelencia que su padre le había enseñado. Al final de la jornada, cuando se preparaba para irse, Verônica la llamó.
“Tu idea para la campaña era muy buena, Mariana”, dijo ella, sin rodeos. “Sé que era tuya. Ricardo no tiene esa capacidad”.
Mariana se quedó en silencio, sorprendida.
“Lo que hiciste hoy”, continuó Verônica, “llevándole café a Letícia, sonriendo… eso no es común aquí. El talento es fácil de encontrar. El carácter es raro. Mañana, trabajarás directamente conmigo en este proyecto. Quiero ver qué más tienes”.
Al llegar a casa, Mariana abrió el cajón. Cogió la pequeña caja de terciopelo y sacó el collar. Las perlas estaban frías al tacto, pero cuando se las puso en el cuello, sintió un calor que parecía emanar desde dentro.
Se miró en el espejo. Los consejos de sus padres no eran grilletes, ni un peso. Eran, de hecho, lo más hermoso que poseía. No eran solo palabras, sino una diadema invisible de gracia que la protegía, y un collar que le daba una dignidad que ningún puesto en la empresa podría ofrecer jamás. Eran la sabiduría que la diferenciaba, que la hacía valiosa no solo como profesional, sino como persona. Y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió verdaderamente en casa.
(Hecho con IA)
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