Hijo mío, pon atención a mi sabiduría y presta oído a mi buen juicio, para que al hablar mantengas la discreción y retengas el conocimiento. De los labios de la adúltera fluye miel; su lengua es más suave que el aceite. Pero al final resulta más amarga que la hiel y más cortante que una espada de dos filos. Y dirás: «¡Cómo pude aborrecer la corrección! ¡Cómo pudo mi corazón despreciar la disciplina! No atendí a la voz de mis maestros, ni presté oído a mis instructores. Ahora estoy al borde de la ruina, en medio de toda la comunidad». Proverbios 4:20,23-27
Isabela se desplomó en el aparcamiento de la empresa. Las llaves del coche cayeron de su mano temblorosa, y se quedó allí, apoyada en la puerta, con el pecho anhelante, incapaz de dar un paso más. No era un ataque al corazón. Era algo peor. Era el vacío absoluto. A sus treinta y cinco años, como directora de marketing de una multinacional, había alcanzado todo lo que había soñado. Y se sentía muerta por dentro. El diagnóstico oficial fue síndrome de burnout.
El médico le dio una baja de tres meses y un consejo: “Necesitas reconectar con lo que realmente importa”.
Las primeras semanas fueron un borrón de sueño y apatía. Su mundo, antes regido por metas, plazos y reuniones, ahora era un silencio ensordecedor. Fue entonces cuando encontró un viejo diario de su abuela. En la primera página, escrita con una caligrafía elegante, estaba el pasaje de Proverbios 4: “Por sobre todas las cosas cuida tu corazón…”.
Aquellas palabras, que ya había oído en su infancia, sonaron diferentes. Eran un diagnóstico más preciso que el del médico. Se dio cuenta de que su agotamiento no era solo profesional; era espiritual. Sus fuentes de la vida se habían secado. Y, con la ayuda de un terapeuta cristiano, comenzó el viaje para identificar las fugas.
El terapeuta le pidió que hiciera una lista de lo que “consumía” a diario. Isabela se dio cuenta de que su corazón era un embudo abierto a la ansiedad del mercado, la envidia de los logros ajenos en LinkedIn, la amargura de las rivalidades corporativas y el miedo constante a no ser lo suficientemente buena. No cuidaba su corazón; lo dejaba ser un vertedero de basura tóxica. Su primera tarea fue hacer una “limpieza a fondo”: dejó de seguir perfiles que le causaban angustia, cortó conversaciones tóxicas y comenzó a llenar las mañanas no con correos electrónicos, sino con oración y lectura.
La segunda pregunta del terapeuta fue igualmente impactante:
“¿Cómo hablas de tu trabajo y de tus compañeros?”.
Isabela se percató de que su lenguaje estaba dominado por el sarcasmo, la queja y el chismorreo. Unía a las personas en torno a la crítica, no al aliento. Como parte de su sanación, se impuso un desafío: pasar una semana entera sin quejarse de nada ni de nadie. Fue insoportable al principio, pero poco a poco, sintió que su ambiente interno se calmaba.
Su terapeuta notó que vivía rumiando errores del pasado: “debería haber hecho aquel proyecto de otra forma” o paralizada por la ansiedad del futuro: “¿y si no alcanzo la meta del próximo trimestre?”. Sus ojos espirituales estaban bizcos, nunca enfocados en el presente. La tarea fue practicar la gratitud diaria, forzando a sus ojos a ver lo que tenía hoy frente a ella: la sonrisa de su hijo, el calor del sol, una comida sabrosa.
El paso final fue reevaluar sus elecciones diarias. Se dio cuenta de que sus “pies” la llevaban por caminos que drenaban su energía. Las noches en vela trabajando en proyectos que nadie había pedido, los almuerzos de networking con personas que la agotaban, la negativa a tomarse vacaciones por miedo a parecer “reemplazable”. Comenzó a tomar decisiones deliberadas: salir de la oficina a su hora, agendar tiempo de calidad con la familia, decir “no” a compromisos que no se alineaban con sus nuevos valores. Estaba, literalmente, ordenando sus caminos.
Al final de los tres meses, Isabela era otra mujer. No había encontrado una solución mágica, sino un nuevo conjunto de disciplinas. Volvió a trabajar, pero no de la misma forma. Delegó más, confió más, controló menos. Su equipo, que antes la temía, comenzó a admirarla. Su productividad, paradójicamente, aumentó.
Una tarde, un compañero, viéndola salir a su hora, comentó:
“Te ves diferente, Isa. Más ligera. ¿Cuál es el secreto?”.
Isabela sonrió, una sonrisa genuina que no mostraba desde hacía años.
“Ningún secreto”, respondió. “Solo aprendí a cuidar de la fuente. Lo demás es consecuencia”.
Entró en su coche, ya no sintiendo el peso del mundo, sino la ligereza de un corazón que estaba siendo bien cuidado. Las fuentes de la vida, antes secas, comenzaban a manar de nuevo.
(Hecho con IA)
Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria


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