Escuchad, hijos, la corrección de un padre; disponeos a adquirir inteligencia. Yo os brindo buenas enseñanzas, así que no abandonéis mi instrucción … Aférrate a la instrucción, no la dejes escapar; cuídala bien, porque ella es tu vida. No sigas la senda de los perversos ni vayas por el camino de los malvados. ¡Evita ese camino! ¡No pases por él! ¡Aléjate de allí, y sigue adelante! Los malvados no duermen si no hacen lo malo; pierden el sueño si no hacen que alguien caiga. Su pan es la maldad; su vino, la violencia. Proverbios 4:1-2, 13-17
La voz de Elias ya era un susurro frágil, pero sus palabras tenían el peso de toda una vida. Desde su lecho, rodeado por el olor a medicamentos y vejez, tomó la mano de su hijo, Rodrigo, y señaló a su nieto, Luan, un adolescente de quince años que miraba su móvil en un rincón de la habitación.
“Rodrigo”, susurró Elias. “El mundo ahí fuera… es el mismo de siempre. Las trampas solo cambian de color. Haz que lo entienda. La sabiduría que te di… pásasela a él. Es la única herencia que importa”.
Rodrigo tragó saliva. Recordaba a su padre diciéndole esas mismas cosas años atrás. En aquel entonces, las palabras parecían abstractas. Hoy, entendía cada sílaba. Él era el eslabón intermedio, el hombre que había recibido la herencia y había luchado para no perderla.
El problema era Luan. Un buen chico, pero que estaba siendo seducido por los “caminos de los malos” en su versión del siglo XXI. La maldad no lo invitaba a asaltar a un viajero, como en el proverbio. Lo invitaba a algo más sutil.
En la escuela, la popularidad pertenecía al grupo de Valentim, jóvenes que encontraban poder en la humillación. Su “pan de la impiedad” era el ciberacoso. No dormían si no hacían el mal: creaban memes crueles, difundían rumores en grupos de WhatsApp y grababan bromas humillantes para publicarlas en línea. Luan, desesperado por ser aceptado, comenzó a reírse con ellos, a compartir, a convertirse en cómplice.
“Es solo una broma, papá. Todo el mundo lo hace”, le decía a Rodrigo cuando lo confrontaba.
Rodrigo intentaba usar las palabras de su abuelo. “Hijo, cuando amas la sabiduría, ella te guarda. No andes con ellos. Ese camino parece divertido, pero su fin es la amargura”.
Para Luan, aquello era un sermón. Un discurso desconectado de su realidad.
Una semana después de la muerte de Elias, Rodrigo encontró a Luan en su habitación, exultante.
“¡Papá, mira esto! ¡Valentim me ha invitado a salir con ellos! ¡Me van a aceptar en el grupo!”.
El corazón de Rodrigo se heló. Sabía lo que eso significaba. Valentim le había puesto una “prueba” a Luan: debía ser el responsable de grabar la próxima “broma”. El objetivo era Samuel, un chico tímido y estudioso.
Esa noche, Rodrigo no pudo dormir. Se sintió impotente. Gritar no serviría de nada. Prohibir solo aumentaría la rebeldía. Oró a Dios, pidiendo la sabiduría de la que tanto hablaba su padre.
A la mañana siguiente, en lugar de darle otro sermón, Rodrigo llamó a Luan para que fuera a su taller de restauración de muebles. Tomó un viejo baúl de madera, el primer mueble que su padre, Elias, le enseñó a hacer.
“Tu abuelo me dio esto cuando tenía tu edad”, dijo Rodrigo, pasando la mano por la madera gastada. “Dijo que dentro estaba mi herencia”.
Luan puso los ojos en blanco, esperando un discurso. Pero Rodrigo simplemente abrió el baúl. Dentro, no había nada de valor. Solo cartas antiguas, fotos amarillentas y una pequeña Biblia con la cubierta de cuero raída.
Rodrigo tomó una carta.
“Yo también tuve a mi Valentim”, dijo, sorprendiendo a su hijo. “Se llamaba Ricardo. Me invitó a participar en un chanchullo para robar piezas de coches en el almacén donde trabajaba. Era el camino fácil. Estuve a punto de ir”.
Hizo una pausa, mirando el rostro atento de Luan.
“Pero la noche anterior, tu abuelo me sentó aquí, en este mismo taller. No gritó. Me contó cómo su propio padre casi lo perdió todo por culpa de la deshonestidad. Me habló de la vergüenza, del dolor. Me dio la sabiduría que él mismo había recibido. Me hizo elegir”.
Rodrigo tomó la pequeña Biblia.
“Me dijo: ‘La sabiduría es lo principal, Rodrigo. Con todo lo que posees, adquiere conocimiento’. Elegí escuchar. Ricardo fue arrestado un mes después. Yo seguí aquí, con las manos sucias de grasa, pero con el alma limpia”.
Miró a los ojos de su hijo. “Luan, lo que vas a hacer con Samuel… no es una broma. Es el mismo camino de Ricardo. Es el pan de la impiedad. Estás eligiendo de qué mesa vas a comer”.
Rodrigo cerró el baúl.
“La herencia está ahí. La sabiduría que tu abuelo me dio, ahora te la doy yo. La elección es tuya”.
Ese día, en la escuela, Luan vio a Valentim y su grupo rodeando a Samuel en el patio. El móvil en su bolsillo parecía pesar una tonelada. Vio el miedo en los ojos de Samuel y la crueldad divertida en los de Valentim. Y recordó el baúl. La herencia.
No se unió al círculo. En lugar de eso, caminó en dirección opuesta, fue hacia un profesor y le dijo:
“Profesor, se están metiendo con Samuel. Creo que necesita ayuda”.
Esa noche, Luan encontró a su padre en el taller. No dijo nada, solo tomó una lija y comenzó a ayudar a restaurar una silla antigua. El silencio entre ellos no era de tensión, sino de entendimiento. Luan había sido puesto a prueba. Y, en el momento de la decisión, eligió. Abrazó la sabiduría, y la herencia de su corazón lo guardó.
(Hecho con IA)
Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria


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