Un día, todos andábamos dispersos.
Cada uno seguía su camino.
No había compañía ni ayuda.
Era un triste destino, estábamos solos en la lucha.
Aún desunidos, muchos tenían esperanza.
Esperaban algo nuevo y renovado.
La fe los mantenía firmes y seguros.
Ellos esperaban la nueva alianza,
Que sería Aquel venido directo del Señor.
En tiempo cierto, Él vino,
Muchos lo reconocieron y lo amaron.
Pero otros solamente le dieron el desprecio.
Ellos no creían en sus señales y maravillas,
Y aún buscaban atraparlo en las palabras dichas.
Pero, ¿qué fuerza tiene el hombre delante del Señor?
¿Qué puede hacer contra Dios un pobre pecador?
Ellos nada pudieron hacer para detenerlo.
Jesús andaba, curaba, enseñaba, rescataba.
Y la fe de sus discípulos aumentaba.
Entre la gente de fe, uno flaqueó.
Y por unas cuantas monedas, su Señor, él entregó.
¡El Justo, El Hijo del hombre ha sido oprimido!
Como oveja inocente, Él fue llevado al matadero.
Y allí recibió un terrible y doloroso castigo.
No había en Él ninguna condenación.
Los reyes lo juzgaron y había razón en las acusaciones.
Pero los “sabios” del pueblo no lo aceptaron,
Y por su propia cuenta lo crucificaron.
En aquella cruz, han sido pagados los pecados,
Los míos, los tuyos y los de todos.
Con el sacrificio extremo, la deuda ha sido pagada.
Y las almas de los pobres pecadores han sido salvadas.
Después del dolor y del sufrimiento, vino la muerte.
En aquel momento algo grande ocurrió.
La tierra tembló, la cortina del santuario se rasgó,
Inquietud en todos los lugares,
El cielo se oscureció.
Muchos lloraron por Aquel que murió.
Después de tres días, Dios lo rescató.
Con sus ángeles hizo la piedra rodar,
Su hijo unigénito y querido, Dios resucitó.
Y a los suyos, Jesús se mostró y se dio a conocer,
Así, los fieles vieron el poder de Dios.
Que para siempre la muerte venció.
Este poema es parte del libro Poesía Cristiana volumen I.
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