No envidies a los violentos, ni optes por andar en sus caminos … La maldición del Señor cae sobre la casa del malvado; su bendición, sobre el hogar de los justos … Los sabios son dignos de honra, pero los necios solo merecen deshonra. Proverbios 3:31, 33, 35
En el barrio humilde donde crecieron, Bruno era el “hombre violento” que todos envidiaban. No en el sentido de violencia física, sino en la agresividad con la que tomaba lo que quería de la vida. Era el rey de los “chanchullos”, de los negocios turbios, de la intimidación. Despreciaba a los humildes y se burlaba de quienes, como su amigo de la infancia, Lucas, todavía creían en “trabajar duro y ser honesto”.
“Lucas, eres un chiste”, decía Bruno, presumiendo su coche nuevo, adquirido con dinero de dudosa procedencia. “Mientras tú sudas para ganar una miseria, yo hago lo mismo en una noche. Tu Dios no te está ayudando mucho, ¿verdad?”.
Lucas, que trabajaba como carpintero en un pequeño taller, sentía el aguijón de la envidia. Era difícil no codiciar la vida de Bruno. La ropa de marca, las fiestas, la aparente facilidad con la que todo llegaba a sus manos. Pero Lucas se aferraba al “secreto” que su padre, un hombre sencillo y justo, le enseñó: la paz de una conciencia limpia y la confianza silenciosa en que Dios honra a los sinceros.
La “bendición” en la casa de Lucas era sutil, casi invisible para el mundo. Era el olor a pan casero que su esposa, Ana, horneaba. Era la forma en que la luz del sol entraba por la ventana de la sala, iluminando los muebles de madera que él mismo había hecho. Era la risa de sus hijos, que crecían en un hogar donde la honestidad no era una opción, sino el aire mismo que respiraban.
La “maldición” en la casa de Bruno era igualmente sutil, pero corrosiva. A pesar de la fachada de lujo, el lugar era frío, silencioso. Las discusiones con su novia eran constantes. Sus “socios” eran hombres peligrosos a los que temía y despreciaba en la misma medida. No dormía bien, sobresaltándose con cada sirena que oía en la calle. La casa del impío era un palacio embrujado por la desconfianza.
El tiempo, el gran revelador de todas las cosas, comenzó a mostrar la verdad.
Lucas, con su reputación de artesano honesto y detallista, empezó a recibir encargos de clientes importantes. Su pequeño taller creció. Se hizo conocido no por su riqueza, sino por su honor. La gente no solo compraba sus muebles; buscaba su consejo. Se convirtió en un pilar en su comunidad, un hombre cuya palabra tenía peso.
La caída de Bruno fue tan rápida como su ascenso. Uno de sus “chanchullos” salió mal. Traicionado por uno de sus propios socios, lo perdió todo. Le quitaron el coche, vaciaron la casa. El hombre que se burlaba de todos se convirtió en el blanco de las burlas. La vergüenza fue su única compañía.
Cierta mañana, Lucas estaba abriendo su taller, ahora mucho más grande y mejor equipado, cuando vio una figura encogida al otro lado de la calle. Era Bruno. Delgado, abatido, vistiendo ropas gastadas.
Lucas cruzó la calle. No había triunfo en su mirada, solo una antigua compasión. “¿Bruno?”, lo llamó.
Bruno levantó la vista, esperando el escarnio que él mismo había repartido durante tanto tiempo.
“¿Viniste a reírte de mí, Lucas? El ‘justo’ ganó”.
“Yo no gané nada”, dijo Lucas, sentándose a su lado en el bordillo. “Yo solo… construí mi casa en un terreno diferente al tuyo”. Hizo una pausa. “Necesito un ayudante en el taller. El trabajo es pesado y el sueldo es honesto”.
Bruno lo miró, incrédulo. La gracia, que siempre había considerado una debilidad, se le ofrecía en el momento de su mayor humillación.
Ese día, mientras aprendía a lijar un trozo de madera en bruto bajo la guía paciente de Lucas, Bruno comenzó a entender. Los sabios no heredan dinero o poder. Heredan honor. Y la vergüenza que sentía no era el final de su historia, sino quizás, solo quizás, el comienzo de su viaje hacia un nuevo camino, donde la bendición no estaba en la fachada de la casa, sino en los cimientos del corazón.
(Hecho con IA)
Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria


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