miércoles, 24 de diciembre de 2025

El Sabor del Ajenjo

Hijo mío, atiende a mis consejos; escucha atentamente lo que digo … Por encima de todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida … Aleja de tu boca la perversidad … Pon la mirada en lo que tienes delante … Endereza las sendas por donde andas … No te desvíes ni a diestra ni a siniestra; apártate de la maldad. Proverbios 5:1-4, 12-14

Mi nombre es Fernando, y esta es la autopsia de una vida. Gimo ahora, al final, no de dolor físico, sino de algo más profundo. Es el sonido de un alma consumida por dentro. Mi carne y mi cuerpo se han ido, no por una enfermedad, sino por una elección. Una elección que comenzó con el sabor de la miel y terminó con el sabor amargo del ajenjo.

Todo comenzó en un after office, hace seis meses. La vida era tibia. El matrimonio con Paula, bueno y estable, se había vuelto predecible. El trabajo, seguro, pero sin pasión. Y entonces, apareció Rebeca, la nueva analista de mi equipo. Se reía de todos mis chistes. Sus labios, como dice el libro que solía leer, destilaban miel.

“Estás tan subestimado aquí, Fernando”, me dijo esa noche, su voz más suave que el aceite. “Ellos no ven tu brillo”.

Sus palabras eran un bálsamo para mi ego adormecido. Paula me amaba, lo sabía, pero conocía mis defectos, mis inseguridades. Rebeca veía solo el brillo que ella misma inventó.

El coqueteo se convirtió en un almuerzo secreto. El almuerzo se convirtió en un café al final de la tarde. Cada paso parecía pequeño, inofensivo. Me decía a mí mismo que solo era amistad, que tenía el control. Ignoré la sabiduría que mi padre me enseñó, la instrucción que resonaba desde un pasado lejano. Me aparté del entendimiento.

Su camino era inestable, y yo no lo conocía. Ella vivía en un mundo de emociones intensas y gratificación instantánea. Y yo, necio, me zambullí de cabeza. La primera vez que la traicioné físicamente, sentí una oleada de culpa, pero también una oleada de poder. Había cruzado una línea y nada terrible había sucedido.

Pero su fin, como dice el proverbio, es amargo como el ajenjo. La dulzura inicial comenzó a agriarse. El coqueteo se convirtió en exigencia. La admiración se convirtió en celos. La emoción se convirtió en ansiedad. Vivía con el móvil en modo silencioso, el corazón acelerado con cada notificación. Mis pies descendían a la muerte: la muerte de mi paz, de mi integridad. Cada paso mío me llevaba a la sepultura del engaño.

La espada de doble filo, afilada, cortó por todos lados. Cortó mi relación con Paula. Ella comenzó a sentir mi distancia.

“Estás lejos, Nando. ¿Qué ha pasado?”, preguntaba, y cada pregunta era una tortura. Cortó mis finanzas, con los regalos caros y las cenas secretas para mantener a Rebeca satisfecha. Cortó mi rendimiento en el trabajo, con la mente siempre dividida, exhausta.

Y, finalmente, la espada se volvió contra mí. Paula lo descubrió. No con una escena de telenovela, sino con una tristeza silenciosa que fue mil veces peor. Encontró los mensajes. El castillo de mentiras que construí se derrumbó sobre mí.

Ahora, estoy aquí, en este apartamento alquilado que huele a soledad. El divorcio se llevó la mitad de mi patrimonio. El ascenso que tanto anhelaba fue para otra persona, pues mi “brillo” se había apagado. ¿Rebeca? Me culpó por el desastre y desapareció, probablemente en busca de otro “hombre brillante” del que enamorarse.

Odio la disciplina y mi alma desprecia la reprensión. Me pregunto: “¿Cómo llegué a este punto?”. Y la respuesta es simple y terrible. Llegué aquí porque, por un momento de dulzura, vendí todo mi honor.

Y el sabor que queda en la boca, al final, no es el de la miel. Es el sabor amargo del arrepentimiento. El sabor del ajenjo.

(Hecho con IA)

Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria

https://books2read.com/u/bpPxxE

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