miércoles, 17 de septiembre de 2025

El Legado del Reloj

Hijo mío, no te olvides de mis enseñanzas; más bien, guarda en tu corazón mis mandamientos. Porque prolongarán tu vida muchos años y te traerán paz. Proverbios 3:1-2

En su septuagésimo cumpleaños, Artur les dio a sus dos hijos, Daniel y Pedro, el mismo regalo: una copia gastada de su viejo libro de Proverbios y el reloj de pulsera que había usado durante cincuenta años.

“En este libro”, dijo Artur, con la voz serena de quien ha vivido lo que predica, “está el secreto para que el reloj funcione por mucho tiempo. No olviden mis enseñanzas, guarden los buenos principios en su corazón. No son solo reglas; son el manual de instrucciones para una vida larga y en paz”.

Daniel, el mayor, un abogado ambicioso y pragmático, sonrió con cortesía. Amaba a su padre, pero consideraba su fe algo pintoresco, casi folclórico. Para él, “años de vida y paz” eran el resultado de un buen seguro de salud, inversiones sólidas y una poderosa red de contactos. Guardó el libro en la estantería, como una reliquia, y se enfocó en su implacable carrera.

Pedro, el menor, un profesor de historia, recibió el regalo con reverencia. Veía en su padre no a un hombre rico, sino al hombre más próspero que conocía. Artur tenía una serenidad que el dinero no podía comprar. Pedro decidió tomarse en serio el “manual de instrucciones”.

Los años pasaron, y los caminos de los hermanos se convirtieron en un estudio de contrastes.

Daniel construyó un imperio. Trabajaba dieciocho horas al día. Su ley era el contrato, sus mandamientos eran las metas trimestrales. No olvidaba los plazos, pero olvidaba los cumpleaños. Su agenda era impecable, pero su salud comenzó a desmoronarse. La paz era un lujo que no podía permitirse. El estrés crónico le provocó hipertensión. La comida rápida y apresurada le causó gastritis. Las noches mal dormidas se convirtieron en su norma. A los cuarenta y cinco años, su cuerpo comenzó a pasarle factura por una vida vivida en constante estado de alerta, lejos de la paz. Tenía “días larguísimos” en el sentido de una agenda llena, pero la calidad de esos días era pobre.

Pedro, por otro lado, guardó los mandamientos de su padre en su corazón. Entendía que la “ley” no trataba sobre religiosidad, sino sobre principios de vida. Honraba el día de descanso, no por obligación, sino porque entendía que su cuerpo y su mente necesitaban reposo. Era generoso con su tiempo y sus recursos, lo que lo libraba de la ansiedad de la codicia. Cultivaba sus relaciones con su esposa e hijos con la misma dedicación con la que preparaba sus clases, lo que le traía una profunda alegría. Se alimentaba con moderación, caminaba por el parque y sus noches eran de sueño profundo.

Un día, Daniel sufrió un principio de infarto en medio de una reunión. El susto lo obligó a tomar una baja médica. Confinado en su lujosa pero fría casa, se sentía como un prisionero. Sus socios lo veían como un lastre, sus hijos apenas lo conocían. La soledad era su única compañía.

Pedro fue a visitarlo. No le trajo lecciones de moral, solo se sentó a su lado.

“¿Cómo lo haces?”, preguntó Daniel, con voz débil. “Pareces… en paz”.

Pedro miró el reloj en su muñeca, el mismo que su padre le había dado. “Solo intenté seguir el manual de instrucciones, Dani”.

“¿Qué manual? ¿Ese librito de fábulas?”, Daniel escupió las palabras con amargura.

“No”, dijo Pedro, tranquilamente. “El manual que enseña que el perdón es más saludable que el rencor. Que la generosidad alivia el alma. Que el descanso no es pereza, es sabiduría. Que amar a Dios y a las personas trae un tipo de paz que ningún contrato millonario puede garantizar. Los mandamientos de papá no eran sobre ganar el cielo, eran sobre cómo vivir bien en la tierra”.

Daniel se quedó en silencio. Había conquistado el mundo, pero había perdido su salud y su paz. Tenía años de vida por delante, pero ¿qué tipo de vida sería?

Esa tarde, después de que Pedro se fuera, Daniel se levantó con dificultad. Fue a su imponente estantería, llena de libros de derecho y economía. En una esquina, cubierto de polvo, estaba el pequeño libro de Proverbios. Lo abrió.

Comenzó a leer, no como un abogado escéptico, sino como un hombre enfermo buscando un remedio. Y, por primera vez, entendió que las enseñanzas de su padre no eran una prisión, sino la llave de la libertad. La libertad de una vida larga, sí, pero una vida llena de paz.

(Hecho con IA)

Este cuento es parte de mi libro Sabiduría Diaria

https://books2read.com/u/bpPxxE

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