El temor del Señor es el principio del conocimiento; los necios desprecian la sabiduría y la disciplina. Proverbios 1:7
El Dr. Arnaldo Peixoto, Ph.D., miraba la pila de libros sobre su escritorio y no sentía nada más que un profundo y hueco cansancio. Los lomos ostentaban su nombre en letras doradas: “Paradojas del Poder”, “La Deconstrucción del Mito”, “Sociología de la Crisis Posmoderna”. Era una eminencia en su campo, un intelectual célebre cuyas conferencias llenaban auditorios. Su mente era un palacio de teorías complejas y citas eruditas, pero su corazón era una habitación vacía.
El problema no estaba en los libros. Estaba en el mensaje de audio que vibraba en su bolsillo, el décimo que ignoraba ese día. Era de su esposa, Helena. Su voz, una mezcla de súplica y agotamiento, decía lo mismo de siempre: “Él todavía no ha vuelto a casa y no me contesta. Voy a orar”.
Lucas, su hijo. Veinte años, un futuro brillante por delante, pero un alma que parecía correr hacia el abismo. Las notas cayendo en picado en la universidad, las compañías dudosas, el olor a alcohol en la ropa. Arnaldo ya lo había intentado todo. Usó la lógica, la psicología, la intimidación, el soborno. Argumentó con la elocuencia de un polemista y trazó estrategias como un general. Y fracasó. Miserablemente.
“Rezar”, murmuró para sí mismo, con un desprecio que intentaba enmascarar su impotencia. “Externalizar la responsabilidad a una entidad cósmica”. Para él, la fe de Helena era un adorable pero inútil mecanismo de afrontamiento. El conocimiento era poder, y él, el Dr. Arnaldo, era un hombre de vasto conocimiento. ¿Cómo podía no tener poder sobre la vida de su propio hijo?
Esa noche, salió de la universidad más tarde de lo habitual. El campus estaba silencioso, casi espectral, bajo la luz amarillenta de las farolas. Al pasar por el pabellón de humanidades, escuchó el familiar chirrido del carro de la limpieza. Era el señor Afonso, el conserje nocturno, un hombre de piel arrugada por el sol y manos curtidas por la vida.
“Buenas noches, profesor. Un día largo, ¿eh?” dijo Afonso, con una sonrisa sencilla, deteniéndose de pasar el trapo por el suelo.
Arnaldo solo asintió con la cabeza, queriendo seguir su camino. Pero algo en la mirada tranquila de aquel hombre lo desarmó.
“Demasiado largos, señor Afonso. E inútiles”, respondió, la amargura escapándose sin filtro.
Afonso se apoyó en el mango de la mopa. “Inútil es una palabra fuerte, doctor. Usted que enseña tantas cosas importantes”.
“¿De qué sirve entender las crisis de la sociedad si no puedo resolver la crisis dentro de mi propia casa?” la confesión saltó de los labios de Arnaldo antes de que pudiera contenerla.
El conserje no ofreció un consejo barato ni una frase de cajón. Solo miró el suelo pulido y luego el rostro angustiado del profesor.
“Sabe, doctor”, dijo él, con voz baja y serena. “Hay mucho conocimiento bueno en los libros. Pero, a veces, el conocimiento que más necesitamos no está en la cabeza. Está en las rodillas”.
La frase, tan simple, golpeó a Arnaldo como una herejía. Un aforismo simplista de un hombre sin instrucción. Agradeció con un seco asentimiento y apuró el paso hacia el estacionamiento. Pero las palabras de Afonso lo siguieron.
“Está en las rodillas”.
En casa, el silencio era una acusación. Entró en la habitación de Lucas. La cama intacta, el olor a ropa sucia. Sobre el escritorio, un portarretratos con una foto antigua: él y un Lucas de siete años, sonriendo, el día en que le enseñó a andar en bicicleta. Recordó la alegría, la confianza del niño en su mano que lo sujetaba.
¿Dónde estaba esa confianza ahora? ¿Dónde estaba su mano?
Su palacio de conocimiento se derrumbó. No sabía qué hacer. No había teoría, no había cita, no había libro que pudiera darle la respuesta. Era un necio. Un necio con un doctorado que despreciaba la única enseñanza que quizás importaba.
Cayendo al lado de la cama de su hijo, el Dr. Arnaldo Peixoto, por primera vez en su vida adulta, se arrodilló. No hubo elocuencia en su oración. Solo una palabra, repetida como el mantra de un hombre que se ahoga: “Ayuda”.
No hubo un rayo de luz, ni una voz audible. Pero, en aquel suelo frío, en aquel acto de rendición total, sintió algo nuevo. El comienzo de algo. No era la solución al problema de su hijo. Era el desmantelamiento de su propio orgullo. Era el principio del conocimiento.
(Hecho con IA)
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